Durante la precampaña para las elecciones andaluzas, el ahora presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno, se comprometió públicamente, hasta en tres ocasiones, a lo siguiente: “Vamos a bonificar el peaje de modo que la autopista estaría liberalizada a partir de 2019. Si soy presidente de la Junta de Andalucía adquiero este compromiso público con todos ustedes y con el conjunto de la sociedad. Firmaré un protocolo con la concesionaria del Ministerio de Fomento para que inmediatamente quede liberalizada la autopista”. Tres meses después de su toma de posesión, el ejecutivo andaluz acaba de descartar la opción de bonificar el peaje, ya que supondría un coste de 4,5 millones de euros al mes y ha considerado que, para lo que queda hasta el final de la concesión, es preferible esperar, ya que, como se suele decir, va a costar más caro el collar que el perro.
También el PSOE, mientras gobernaba Mariano Rajoy, impulsó una plataforma de alcaldes de las provincias de Cádiz y Sevilla para exigir la liberalización del peaje sin tener que esperar al 1 de enero de 2020; y sin embargo, con la llegada de Pedro Sánchez al poder, la citada plataforma se disolvió como un azucarillo en una taza de café y nada más se supo de sus reivindicaciones, pese a que el nuevo ministro de Fomento, José Luis Ábalos, se limitó a mantener el mismo discurso que su predecesor.
La cuestión, en todo caso, no es que Juanma Moreno se comprometiera a llevar a cabo una iniciativa sin plantearse siquiera el coste económico o el grado de viabilidad, incluso el riesgo de quedar en evidencia sin más argumento que el oportuno pragmatismo al que se suele recurrir en estas circunstancias, sino el ínfimo nivel de credibilidad al que han quedado reducidas muchas de las promesas electorales que aparecen como reclamo en las campañas de los diferentes partidos, hasta el punto de optar por dejarlas en un segundo plano para evitar las hemerotecas en el futuro.
Los principales interesados son los propios partidos, más preocupados por liderar los debates que pueden condicionar la elección del voto de los indecisos que por avanzar sus propuestas para hacer frente a los problemas reales de los ciudadanos, reduciendo la estrategia de la campaña al concepto del quién y no del cómo. De hecho, los primeros discursos de los candidatos a la Presidencia estuvieron enfocados a hacer prevalecer dicha cuestión: quién de ellos es mejor para gobernar el país; y no porque tengan mejores programas que los demás, sino porque son mejores que los demás.
No sólo eso; la primera noticia destacada de la campaña fue la “original” y “falsa” agencia, Falcon Viajes, impulsada por Nuevas Generaciones para denunciar el uso no justificado del avión presidencial por parte de Pedro Sánchez, en una nueva demostración de hasta qué punto creen que los gestos, incluso este tipo de política llevada al ámbito del meme, van a tener una influencia decisiva hasta el 28 de abril.
Los gestos, los impactos -Albert Rivera en holograma- y también las emociones en una constante pugna por acaparar el protagonismo. Ahí tienen, si no, a Santiago Abascal abriendo la campaña en Covadonga e invocando a Don Pelayo: sólo le faltó reconocer que a él también se le había aparecido la Virgen, asegurándole la victoria en las urnas; o a Pablo Iglesias, sobre un escenario circular -por el origen y, tal vez, las reminiscencias mágicas-, hablando de puertas giratorias, políticos vendidos y banqueros malvados. Y si no cito a Pedro Sánchez es porque ha sido el auténtico innovador a la hora de hacer uso de todos esos mecanismos con mucha más antelación que los demás; de ahí esa aparente seguridad ante las urnas y este estudiado sesteo en plena campaña, como si aguardara a los demás desde la línea de meta.
En el fondo, lo que todos están poniendo a prueba es la madurez o el hartazgo del electorado. Lo que queda por decidir es cuál será antes consecuencia una del otro o uno de la otra, porque ahí estará la clave del resultado de dentro de dos semanas.