A los que nos gusta la Historia -y los documentales- se nos hacen familiares las columnas de gente a pie poniéndose a salvo en caso de guerra. No ya solo los que sufrieron la Segunda Guerra Mundial, sino también los que lo perdieron todo por el golpe de Estado del 36. Entonces esa Europa fría y efímera bajo las botas alemanas no hizo nada por socorrerlos, sino que fueron ellos mismos los que se buscaron la forma de volver a combatir para intentar parar la barbarie. No lo consiguieron. No sé lo que pasará con Ucrania, ni con sus desplazados. Sí intuyo que combatirán hasta la muerte, que las futuras generaciones se criarán fuera del suelo patrio creciendo con el conflicto enquistado y las ganas de coger un fusil de asalto para recuperar los recuerdos de su infancia. Es demasiado duro para ser verdad, como el cáncer de un familiar que ves muriendo al lado tuyo sin poder hacer nada. Pero nos estamos acostumbrando, como lo hacemos a todo lo que no nos afecta directamente. Si no pensamos en los problemas del vecino, cómo vamos a hacerlo en los de quienes están tan lejos. Los acogemos, les prefabricamos una nueva vida y listo. Conciencia quieta.
El desabastecimiento es lo más con las estanterías –algunas- peladas como nunca se habían visto, mientras el brócoli, la zanahoria o las patatas están en amontonamiento residente a la espera de los veganos. No es para bromear, sino para rascarnos la cara. Se nos hace dura la piel por aquello de la limitación de vida, el oxidamiento que nos regala el Planeta y la inmediatez que nos impulsa a gastar y a practicar sexo a mansalva. Algunos deben hacer media aritmética. Por ejemplo, los adictos al sexo que nos cuadran a aquellos que nos tomamos las uvas con Kant, Engels y los sufistas, tan apañados ellos. Lo de Ucrania me lleva a penar en finales apocalípticos, en niños armados y cambios en este mundo de fantasía que nos hemos construido a nuestra imagen y semejanza. No somos dioses. Putin sí, porque hace lo que le da la gana y nada tiene visos de pararle como al del mostacho ridículo en su época gloriosa. Luego sí lo pararon- al del mostacho-pero ya para entonces seis millones de humanos habían dejado claro que el resto no sabíamos conjugar ni la empatía, ni la conciencia y ni la dignidad. La memoria me libre de equivocarme, pero juraría que no movieron un dedo para que no sucediera esa barbarie. Lo mismo hubiera cambiado algo si los hubiéramos acogido y las largas caminatas hubieran tenido un destino feliz, pero estábamos encamados y rotos en nuestro propio bucle temporal. Como ahora.