El tiempo en: Puente Genil

Blasco Ibáñez y las gañanías

Publicidad AiPublicidad AiPublicidad Ai
Publicidad AiPublicidad Ai
  • En la campiña perviven aún los restos de muchas de aquellas construcciones en las que los jornaleros eran literalmente hacinados.
En estos tiempos de mala memoria no parece llegar nunca el momento de recordar a quienes, explotados y humillados, contribuyeron con su trabajo a que nuestros campos dieran fruto y riqueza. En un artículo que titulamos Canción triste de las gañanías rendíamos un sencillo homenaje a aquellos jornaleros del campo, los gañanes, con quienes se sigue teniendo una gran deuda histórica.

En otras ocasiones nos hemos ocupado en Entorno a Jerez, de los hermosos paisajes y rincones de nuestra campiña, de la mano a veces de pasajes literarios o de las descripciones de viajeros ilustres, algunas tan idealizadas e irreales. Junto a ellas, queremos también traer a estas páginas otras visiones menos amables, pero tanto o más valiosas si cabe que aquellas, y que nos ayudan también a comprender lo que fuimos y lo que somos.

Una de estas visiones es la que nos ofrece el escrito valenciano Vicente Blasco Ibáñez en su novela La Bodega (1905). Formando parte de las filas de Unión Republicana, partido por el que ocupó un escaño en el Congreso de los Diputados entre 1898 y 1907, visitará Jerez por primera vez en mayo de 1902 acompañando a Lerroux quien había venido a la ciudad para participar en un mitin. Dos años más tarde, en julio de 1904 volverá a nuestra provincia, en su condición de diputado, para conocer de cerca los problemas de algunos pueblos y, en especial, la forma de vida de los jornaleros.

Durante su estancia en Jerez, alojado en el Hotel Los Cisnes, aprovechará para documentarse y recabar datos de primera mano que le serán de gran utilidad en la nueva novela que proyecta: La Bodega. En ella pretende reflejar la realidad social de la vida de los jornaleros en la campiña jerezana que, en el último tercio del siglo XIX estuvo marcada por la aparición del anarquismo o episodios convulsos como los de la Mano Negra o la marcha de campesinos sobre Jerez de 1892.

Como nos recuerda José Luis Jimenez, con esta visita Blasco Ibáñez pretende recoger información “…sobre las circunstancias sociales y económicas en las que vivía el jornalero jerezano. De informarle en detalle se encargarían… dos grandes personajes de la ciudad, el cirujano, Fermín Aranda, y el sindicalista, Manuel Moreno Mendoza, que llegaría a ser alcalde de Jerez en la corporación municipal republicana”.


Blasco Ibáñez y Moreno Mendoza

Acompañado por Moreno Mendoza, líder obrero nacido en Medina Sidonia, cuyos padres habían sido jornaleros del campo y habían sufrido las duras condiciones de vida en las gañanías, Blasco Ibañez recorrerá la campiña jerezana visitando algunos cortijos y viñas de nuestro entorno. Moreno Mendoza es entonces, junto a Fermín Aranda, una de las figuras más destacada del republicanismo jerezano. Líder jornalero, masón y sindicalista, quien sería en 1931 alcalde republicano de Jerez, es en 1904 editor del periódico La Unión Obrera. Eco de la clase trabajadora. Aspectos éstos que no pasan desapercibidos para Blasco Ibáñez, quien acude también a la provincia con el propósito de dar un impulso al republicanismo.

Fruto de estas observaciones directas de Blasco, en La Bodega descubriremos luego numerosas reflexiones y consideraciones de índole política y social sobre las condiciones de vida de los gañanes o sobre la explotación de los jornaleros por la oligarquía terrateniente y bodeguera (la familia Dupont). De la misma manera por sus páginas desfilan también algunos conflictos sociales de la época (Mano Negra, Marcha Campesina…) o figuras políticas como Fernando Salvatierra (que no es otro que el mítico anarquista Fermín Salvochea). En el personaje del Maestrico, algunos han querido ver rasgos de la biografía del propio Moreno Mendoza, quien será su principal informante, junto al médico republicano Fermín Aranda.

No es de extrañar por ello, que desde este conocimiento directo del terreno, junto a la descripción de la cuestión social que constituye el núcleo de la novela, La Bodega esté plagada de referencias al paisaje e incluya descripciones de muchos rincones de la Campiña, y que tanto en los nombres ficticios de los personajes, como en los escenarios reales que se describen, de manera más o menos explícita, muchos hayan descubierto estas vinculaciones. Zarandilla o Matacardillo, son topónimos de sendos parajes que el autor utiliza como nombres o apodos de algunos de estos personajes; la viña de Marchamalo, la propiedad emblemática de Pablo Dupont se asocia fácilmente a la de Macharnudo; el cortijo de Matanzuela, las dehesas cercanas donde se crían las toradas que Blasco describe, los llanos de Caulina… perviven en la actualidad con estos mismos nombres. El Ventorrillo del Grajo puede asociarse a cualquiera de los más populares por aquella época, al de El Mojo o al de El Cuervo, por ejemplo…


Un retrato de las gañanías

La Bodega es una novela social pero también, en buena medida, una obra cargada de referencias históricas, sociológicas y antropológicas. Por esta razón, hemos querido rescatar algunos pasajes que ponen el acento en la descripción de las gañanías, donde el autor relata con gran fidelidad las condiciones de vida de los jornaleros del campo. De especial crudeza es el relativo a la alimentación:

“En verano, durante la recolección, les daban un potaje de garbanzos, manjar extraordinario, del que se acordaban todo el año. En los meses restantes, la comida se componía de pan, sólo de pan. Pan seco en la mano y pan en la cazuela en forma de gazpacho fresco o caliente, como si en el mundo no existiera para los pobres otra cosa que el trigo. Una panilla escasa de aceite, lo que podía contener la punta de un cuerno, servía para diez hombres. Había que añadir unos dientes de ajo y un pellizco de sal, y con esto el amo daba por alimentados a unos hombres que necesitaban renovar sus energías agotadas por el trabajo y el clima.

Tres comidas tenían al día los braceros, todas de pan: una alimentación de perros. A las ocho de la mañana, cuando llevaban más de dos horas trabajando, llegaba el gazpacho caliente, servido en un lebrillo. Lo guisaban en el cortijo, llevándolo a donde estaban los gañanes, muchas veces a más de una hora de la casa, cayéndole la lluvia en las mañanas de invierno. Los hombres tiraban de sus cucharas de cuerno, formando amplio círculo en torno de él…

A mediodía era el gazpacho frío, preparado en el mismo campo. Pan también, pero nadando en un caldo de vinagre, que casi siempre era vino de la cosecha anterior, que se había torcido. Únicamente los zagales y los gañanes en toda la pujanza de su juventud, le metían la cuchara en las mañanas de invierno, engulléndose este refresco, mientras el vientecillo frío les hería las espaldas. Los hombres maduros, los veteranos del trabajo, con el estómago quebrantado por largos años de esta alimentación, manteníanse a distancia, rumiando un mendrugo seco.

Y por la noche, cuando regresaban a la gañanía para dormir, otro gazpacho caliente: pan guisado y pan seco, lo mismo que por la mañana. Al morir en el cortijo alguna res cuyas carnes no podían aprovecharse, se regalaba a los braceros, y los cólicos de la intoxicación alteraban por la noche el amontonamiento de carne adormilada en la gañanía. Otras veces, los que eran más brutales en su batalla con el hambre, si conseguían matar a pedradas en el campo un cuervo o algún otro pajarraco de rapiña, conducíanlo en triunfo al cortijo y lo guisaban, celebrando con una risa desesperada este banquete extraordinario”.

Otro de los pasajes, nos recuerda a la figura del niño yuntero, a la que dedica un conocido poema Miguel Hernández:
“Los hombres empezaban de pequeños el aprendizaje de la fatiga, del hambre engañada. A la edad en que otros niños más felices iban a la escuela, ellos eran zagales de labranza por un real y los tres gazpachos. En verano servían de rempujeros, marchando tras las carretas, cargadas de mies, como los mastines que caminan a la zaga de los carros, recogiendo las espigas que se derramaban en el camino y esquivando los latigazos de los carreteros que los trataban como a las bestias. Después eran gañanes, trabajaban la tierra, entregándose a la faena con el entusiasmo de la juventud, con la necesidad de movimiento y el alarde fanfarrón de fuerza, propios del exceso de vida. Derrochaban su vigor con una generosidad que aprovechaban los amos, Estos preferían siempre para sus labores la inexperiencia de los mozos y de las muchachas. Y cuando no habían llegado a los treinta y cinco años se sentían viejos, agrietados por dentro, como si se desplomase su vida, y comenzaban a ver rechazados sus brazos en los cortijos…”.


Similar al presidio


La descripción del interior de las estancias donde los jornaleros hacían su vida, las gañanías, figuran también en varios pasajes de La Bodega. En el que sigue, el mítico anarquista Fernando Salvatierra, recién salido de la cárcel, llega por la noche a un cortijo y contempla la gañanía:

“El aspecto de la gañanía, el amontonamiento de la gente, evocó en la memoria de Salvatierra el recuerdo del presidio. Las misma paredes enjabelgadas, pero aquí menos blancas, ahumadas por el vaho nauseabundo del combustible animal, rezumando grasa por el continuo roce de los cuerpos sucios. Iguales escarpias en los muros, y colgando de ellas, todo el ajuar de la miseria, alforjas, mantas, jergones destripados, blusas multicolores, sombreros mugrientos, zapatos pesados de inumerables remiendos con clavos agudos… Los más dormían en esteras, sin desnudarse, descansando sus huesos doloridos por el trabajo sobre la tierra dura”.

El completo y rotundo estudio realizado por Juan Cabral Bustillo y Antonio Cabral Chamorro sobre Las gañanías de la campiña gaditana 1900-1930, en el que se analizan el estado de las gañanías de 72 cortijos de Jerez (y 11 de Arcos) en los años 1931-1932, tomando como referencia la información proporcionada por la Inspección de Sanidad del Ayuntamiento jerezano, confirma en buena medida los testimonios que se traslucen en La Bodega. Después de todo lo anterior, no es de extrañar que Vicente Blasco Ibáñez, en boca de uno de sus personajes exprese lo siguiente:

“Zarandilla, que había presenciado todo esto, indignábase de que tachasen de holgazanes a los braceros. ¿Por qué habían de trabajar más? ¿Qué aliciente les ofrecía el trabajo…?”.

TE RECOMENDAMOS

ÚNETE A NUESTRO BOLETÍN