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Lloran los payasos

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QUISIERA compartir, en silencio, un pensamiento. A pesar de las angustias. ¿O acaso es la angustia lo único que compartimos, la única categoría emocional que nos iguala? Sé que en el fondo todo cuanto dejaré escrito ya lo escribieron otros, en otras épocas. Los interrogantes cuelgan de la psique humana como garfios afilados. Las preguntas estuvieron ahí siempre, dentro y fuera, volcadas en tratados de filosofía, en sufrimiento y en poemas.
Pero alcanzamos la edad en que se van aclarando las respuestas. Y duelen tanto… Es como despertar en un mundo vacío atrapado en otro mundo vacío aún más inmenso. Son mundos que no tienen alma. Son mundos desquiciados.
Destilo pesimismo. Cuánto daría yo por salir a esta ventana de colores y contar la gracia más irreverente que imaginarse pueda, y hacer reír hasta morir de gozo a un ejército de payasos. Pero me abandonó el buen humor y me he convencido de que la imagen del llanto sin consuelo de un payaso enseña más de la vida que los antiguos textos religiosos, la epistemología y las colecciones de jurisprudencia. Idéntica lección se aprende con las fotografías de los niños que en este instante mueren de hambre en el cuerno de África.
La Luna permanecerá suspendida en el universo, como veladura de vidrio, cuando ponga el punto y final a estas líneas. Hay multitud de asuntos que preocupan, pero estoy cansado. Cansado de los hipócritas de guante blanco que cada día corrompen sus manos con el sudor de los demás.
Y más cansado aún de que los niños a quienes les partieron sus juguetes cuando más los necesitaban, esos niños que no tuvieron que cruzar desiertos para caer en una tienda de campaña consumidos por la barbarie humana, jueguen ahora a discreción, ya convertidos en adultos de provecho, con el resto de la humanidad, empezando por la más cercana.
Llego al agotamiento extremo cuando pienso que les faltó ternura, mucha ternura, y que por esta dramática razón persiguen acezantes sus ambiciones, las que sean, arrastrando sin sospecharlo siquiera una condena envuelta en terso papel de celofán, que fue dictada sin remisión con la primera bocanada de aire que les deparó la vida.
La cuna nos predetermina. Nuestra conducta con los otros nos delata. Pone al trasluz la anatomía exacta de nuestro desamparo y egotismo primigenios, tan tempranos en venir a nuestro lado como amaneceres a la fuerza. Y siguen ahí, devorando tu nombre con encono invisible. Es la devastación cotidiana.
Cuando estoy lúcido (esas veces, tan extrañas, en que tomo contacto intenso con mi debilidad); cuando me enfrento en soledad a la bestia que me espera tan pronto atraviese el umbral del hogar, me digo: el llanto del payaso no fue en vano.
Apenas puede ya sorprender que el contraste de aquellas lágrimas resbalando por la cara pintada con grotescos trazos significaba, estrictamente, el dolor que se nos aparece al comprobar que resulta más fácil mentir, mandar, obedecer, que vivir en paz.
Cuando estoy lúcido (esas veces, tan íntimas, en que el drama se hace palabra), me digo: queda tanto por soportar, y es tan incierto y escaso el tiempo asignado…
Lloran los payasos sus tristezas, como dioses deformados. Pero en los graderíos del circo itinerante llueven los aplausos cuando el payasito deshace el truco y, espantados los ahogos, regresa la sonrisa burlona al esperpento de su rostro. Y más allá, donde la carpa se pierde en sombras y suburbio, lo real, lo espantoso, lo maravillo continúan implacables su decurso.

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