La filosofía contemporánea pone el acento en que nuestro origen no es el monólogo. Al contrario, somos seres conversacionales: nos comprendemos mejor a nosotros mismos si comprendemos a los demás mediante la comunicación interpersonal.
Cuando trasladamos este pensamiento a la política, descubrimos que es un error descomunal gobernar de espaldas al bien común, cuyo origen, aunque parezca paradójico, son los derechos individuales. La acción política se mueve en ese débil equilibrio, se debate siempre entre la demagogia y los sacrificios que implica el hecho de asumir la verdad.
Toda iniciativa es poca cuando se trata de dar la oportunidad de oír y aprender de los demás. En demasiadas ocasiones a los partidos políticos se les achaca, con razón, que están tan ensimismados en su burocracia interna, que no saben escuchar.
Pero ahora, además de oídos, hacen falta ideas, que, como decían los pensadores que gestaron la cultura de Europa hace siglos, es a lo máximo a que pueden aspirar las cosas. Si algún poso digno de atención nos ha dejado la historia es que hacen falta, más que nunca, buenas ideas, y todas aquellas personas capaces de llevarlas a la práctica sin más compromiso que sus convicciones y una fuerte dosis de realismo.
En las inquietudes vitales de quienes creemos en la gestión pública está presente un espíritu insurrecto frente a los determinismos, inmovilidades y discriminaciones, verdaderos vicios del desarrollo humano que pueden resumirse en un par de nociones no tan ausentes en nuestro tiempo: prejuicios ante la verdad y miedo o desconfianza hacia el semejante.
Ese espíritu, tan adogmático como inconformista, sólo surge si se practica la reflexión compartida y si nos adentramos en el gobierno de las ideas que a sí mismas se ponen a prueba. Pueden aceptarse todas, excepto una: la frase hecha “que nada se mueva” no es real. La vida es movimiento, dinamismo, y la política, pese a su notable trascendencia, es sólo una parte de la vida cuyo objeto es regular las relaciones de poder, sea cual sea su naturaleza.
Para procurar este fin tan noble, la actividad política ha de ascender al dominio de los pensamientos, de los principios, de los valores, y allí nutrirse de ideales inteligentes y proyectos realizables. Y debe bajar después al terreno de la sociología para, con los fundamentos encontrados en el ascenso, transformar la realidad y humanizarla.
¿Ha hecho algo de esto la política? Que todo debate es imperfecto, lo sabemos. Que toda idea debe confrontarse luego con la realidad, también lo sabemos. Lo que no sabíamos es que la política, en democracia, iba a gestar en su seno el germen de la codicia hasta el extremo de corroer los cimientos mismos del sistema. Por tanto, han sobrado políticos deslumbrantes y han faltado personas honestas, comprometidas de corazón con el bien común. Han sobrado mítines, discursos, prebendas, y ha faltado humildad.
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