Bedlich Smetana, el gran compositor checo, fue autor de un conjunto hermoso de seis poemas sinfónicos al que tituló Má Vlad, es decir Mi patria. El más conocido de ellos (y el que más me atrae) se llama Vitava, nombre alusivo al río Moldava. Pero no es mi intención comentar peculiaridades del músico y su obra; el título de esta reflexión se refiere a la tierra del que esto escribe, a mi propia patria, de la que me siento más que orgulloso. La razón de ello es que el vocablo Patria cada vez se oye menos, al punto de haberse convertido casi en un arcaísmo. Son arcaicas expresiones tales como cauchil, badila, faltriquera, hogaño, yantar y tantas otras, que han caído en progresivo desuso. Justo eso es lo que le está sucediendo a la palabra patria. ¿No es cierto que por la boca de nuestros más ínclitos políticos nunca se pronuncia ni por equivocación? La razón de este rechazo es el miedo a ser calificado de facha. En su lugar, suele recurrirse a otros nominativos menos hirientes, tales nación, país o estado. A tal situación se ha llegado, que a muchos les molesta el “Todo por la patria” del frontispicio de los acuartelamientos. No sé por qué, en este momento viene a mi mente el título de un conocido filme: “El silencio de los corderos”.
Pero, etimológicamente, patria tiene un significado sublime: no es sólo el lugar del nacimiento de sus habitantes (que para eso conviene más hablar de nación), sino del origen de cada uno, es decir, de los padres. Implica entronque con los padres, con sus creencias y su cultura, y su elusión supone desarraigo, conduce a la orfandad. Alfredo Marquerie, insigne dramaturgo y crítico teatral, al que por tanto tiempo seguí en las páginas de ABC, abunda en este mismo sentido: el concepto de patria radica en un sentimiento eterno, el de paternidad. Los que a sí mismos se titulan ciudadanos del mundo son huérfanos apátridas.
A lo largo de la historia, la patria hispana ha sido cantada por numerosos escritores. Pero quizá ninguno haya producido mayor impacto con sus versos que un poeta jaenés, Bernardo López García. A él se debe la famosísima “Oda al 2 de mayo”, cuya primera estrofa dice así:
Oigo patria tu aflicción /y escucho el triste concierto/que forman, tocando a muerto/la campana y el cañón.
Bernardo López (nada monárquico por cierto), tiene su monumento en la plaza de Los Jardinillos de nuestra ciudad. Y entre los que mejor han estudiado su figura se halla un muy querido amigo, el profesor Juan Jiménez Fernández, que le dedicó su magistral libro “Bernardo López y su obra poética”, publicado por el Instituto de Estudios Giennenses.
Y concluyo: hablar de patria no es pecado ni totalitarismo. Sí que resulta políticamente incorrecto; pero eso, créame, querido lector, a mí me encanta.