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¡Hasta luego, Alberto!

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Me parece No. No pudimos darte un adiós definitivo el lunes pasado en tu querida basílica de San Ildefonso, cuyos rincones más bellos fotografiaste con tanto cariño. No pudimos darte un adiós definitivo porque es imposible despedir para siempre a alguien que entra en el corazón de tantas personas, y así se convierte en parte de tantas vidas. Alberto, nuestra existencia ha estado marcada por tu amistad. Te conocimos y nos fue imposible no quererte a ti y a tu inseparable compañera, Pepi. En vuestro matrimonio se hacían realidad las palabras de la Biblia cuando al hablar de los esposos afirma que "los dos serán una sola carne". Así ha pasado con vosotros: Pepi y Alberto, Alberto o Pepi, dos que no son dos, sino una única comunidad de vida y amor. La fe cristiana iluminó tu vida, y esa luz que esclarece toda tiniebla y sinsentido te ha ayudado en este último tramo de tu existencia terrena. El dolor de una enfermedad cruel -¿hay alguna enfermedad que no lo sea?- lo has transfigurado en confianza en Aquel que venció a la muerte de una vez para siempre, y en su resurrección venció también nuestras propias muertes. Por eso, has entretejido tus últimos días entre nosotros con un irrefrenable deseo de vivir mezclado con tu amor a Cristo y a su Iglesia, que nunca ocultaste sino, por el contrario, fue para ti timbre de gloria. Pocas líneas son éstas para resumir tu vida, una existencia tan rica, llena de sentido y de entrega. Pero no puedo olvidar tu infatigable servicio a nuestra Catedral. ¡Cómo no recordar las innumerables visitas que, con Pepi, has realizado en nuestro primer templo como guía voluntario, enseñando las bellezas de esa Jerusalén del cielo en piedra que es nuestra seo! Casi ahogados por un nudo de tristeza que tu muerte ha puesto en nuestra alma, esperamos que hayas pasado de enseñar esa hermosura material a contemplar la Belleza absoluta y suma, cuyo rastro escudriñaste en las obras de arte, e intentaste capturar con tu cámara de fotos. Tu espíritu de servicio hacía posible que te movieras a gusto en la armonía vandelviriana y a la vez mostrases una sensibilidad exquisita hacia los marginados. Ahí queda como prueba fehaciente tu compromiso con Pastoral Penitenciaria materializado en tu trabajo voluntario en la cárcel, y tu vinculación efectiva y afectiva con el Proyecto Don Bosco. Tu apuesta por la familia la vivías no sólo en el hogar que formaste con Pepi y vuestros hijos María del Mar, Alberto y Jose, sino también compartiendo afanes y experiencias con otros matrimonios. Quisiste con vehemencia a tu ciudad, y frente a fatalismos inmovilizantes que tanto entorpecen el progreso positivo de Jaén, quisiste poner ante nuestra mirada los mejores rincones de esta Bella Ciudad de Luz, que con su claridad iluminó tu pupila, convertida en ojo mecánico gracias a la técnica fotográfica.  Desde el lunes pasado, a Jaén le falta algo. Le falta tu presencia, amigo Alberto, tu saludo afable, tu presencia infatigable, tu compromiso por todo lo bueno que ennoblece la existencia del hombre, el gozo luminoso de tu fe, vivida y compartida con los demás. A Jaén, desde el lunes pasado, le faltas tú. Pero los creyentes sabemos que no te has ido para siempre. Ahí queda el rico  y estimulante testimonio de tu vida, que a través de tu muerte ha alcanzado una plenitud a la que todos aspiramos. Si como afirmaba Gabriel Marcel, "decirle a alguien 'te quiero', es decirle no morirás para siempre", mi voz se hace eco del deseo de muchos amigos tuyos, querido Alberto, para decirte que te queremos, que en lo más profundo de nuestro ser permanecerá siempre nuestro agradecimiento por tu amistad, por lo que fuiste ayer, eres hoy y serás siempre para nosotros. Y por eso, no podemos decirte adiós. No. Te decimos: ¡hasta luego! Porque sabemos que cuando alguien, como tú, descubre que el amor es el secreto para hacer plena y auténtica una vida,  ese amor vence a la muerte y alimenta, en medio del dolor, la esperanza del futuro reencuentro. ¡Hasta luego, amigo Alberto!

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