Tras la conclusión de la Semana Santa, que cierra el ciclo de Cuaresma y Pasión, la cincuentena pascual abre un tiempo de gloria y esperanza, al que parece unirse hasta la misma naturaleza, con la renovación primaveral que, año tras año, motea de colores mil nuestros verdes campos. Parece como si el ciclo de la vida fuese también una gran metáfora de la vida nueva y definitiva que arranca con la resurrección de Cristo. Estamos en tiempo de gloria, y hay no sólo que reconocerlo, sino también proclamarlo. Las frecuentes manifestaciones de religiosidad popular –y especialmente mariana- que se producen en estos meses, deben ser un canto a la única gloria que merece la pena ser ensalzada: la de Dios. Sin embargo, no sin perplejidad asistimos a espectáculos denigrantes, dentro del ámbito religioso, en el que en vez de ensalzarse la única gloria que salva, la de Dios, se hace realidad lo que escribió San Pablo en el s. I, y que, por desgracia, parece no sólo no haber perdido actualidad, sino recobrar nuevo vigor: “su gloria son sus vergüenzas” (Filipenses 3,20). Como ocurrió recientemente en el Pregón de Gloria de Málaga, la persona elegida para llevarlo a cabo se dedicó a glorificar no a Cristo y su Santísima Madre, sino otras realidades que nada tienen que ver con el Evangelio, transmitido con fidelidad por la doctrina de la Iglesia, produciendo un espectáculo bochornoso que más que deleitar, lo que hizo fue producir sonrojo y vergüenza ajena. Espectáculos de esta calaña son justificados con la pretensión de querer “modernizar” la fe, pretensión que encuentra siempre el aplauso de quienes glorifican sus vergüenzas y tienen que justificarlas, para no admitir la esquizofrenia religiosa en que viven. Pero hechos como el que nos centra no hacen sino producir daño, a pesar de estar condenados a un rotundo fracaso, porque a esos pretendidos programas de renovación del dogma y las costumbres cristianas les falta lo fundamental: el deseo de caminar en una auténtica amistad con Cristo, respondiendo a la vocación de santidad a la que Dios llama a todas las personas. Por ello los verdaderos reformadores son los santos. Ellos no se fabricaron un cristianismo a la carta para justificar sus posibles desvaríos, sino que supieron que la Buena Noticia de Jesús es exigente, no es un entretenimiento insustancial o a tiempo parcial que no afecta a toda la vida, y que por ello podemos manipular a nuestro turbio antojo, para diseñar una fe a nuestra medida que no puede ser llamada auténtica fe. Los santos supieron que, como escribió San Francisco de Asís, “el Evangelio no tiene necesidad de ser justificado. Hay que tomarlo o dejarlo”. Pero no tomar lo que apetece y pedir que se cambie lo que no gusta. Y sólo viviendo el Evangelio en su integridad, en plena comunión afectiva y efectiva con su legítima depositaria, que es la Iglesia, los santos pudieron ser “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5,13).Cuando se habla tanto de nueva evangelización, el Papa Francisco prefiere otra definición de este mismo proceso al que toda la Iglesia está llamada: “conversión pastoral”. Y eso es lo que realmente necesita la Iglesia, una conversión constante, continua, para ser fiel a su único Señor, para no adulterar el Evangelio con presuntas modernizaciones, que no son más que claudicaciones de la auténtica revelación de Dios ante el deseo del mundo de acallar la auténtica propuesta cristiana.
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