Edimburgo
Durante cinco días no he leído un solo periódico, no he escuchado ninguna emisora de radio ni he visto ningún canal de televisión.
Durante cinco días no he leído un solo periódico, no he escuchado ninguna emisora de radio ni he visto ningún canal de televisión. Ahora mismo, mientras escribo este artículo correspondiente a mi cita dominical con usted, improbable lector, voy volando en un Boeing 737-800 desde Edimburgo hasta Málaga.
Estoy a nueve kilómetros de altura sobre el nivel del mar. Voy sentado junto a una ventanilla y, a través de este ojo cuadrado de un solo párpado he visto cómo templaban las alas cuando el aparato ascendía. Luego he oído el ruido del tren de aterrizaje al replegarse dentro del marsupio que el avión tiene para este propósito. Abajo, todo pierde su verticalidad y volumen y queda reducido a un único plano de casas con tejados cada vez más diminutos, campos de fútbol en los que sólo podrían jugar equipos cuyos jugadores fueran liliputienses, trazados de campos cuya rotulación compone un tablero de ajedrez muy hortelano en el que los alfiles serían tersas berenjenas; los peones, mudarían a jugosos calabacines las torres unas alcachofas de hojas carnosas y el rey sería un poderoso nabo de intimidatorio tamaño.
El mar es un cristal rugoso tan azul como el color del uniforme de las azafatas y durante todo el ascenso de este increíble ingenio de aluminio y plástico, he tratado de mantener el tipo con dignidad, ante mi vecina de asiento. Una señora que disimula su miedo bajo panorámicas gafas de sol. Ahora la panza del avión navega sobre una formación de nubes muy compactas y un sol muy puro hace brillar el fuselaje de este pájaro.
La Royal Mile es la calle principal del Edimburgo antiguo. En su extremo Oeste está el símbolo de la ciudad: un promontorio rocoso sobre el que se alza un castillo de un granito inexpugnable. Desde lo alto de sus almenas la vista de la ciudad es fastuosa.
La vista alcanza hasta Calton Hill, que es una colina donde se han experimentado los estilos más chocantes de arquitectura conmemorativa. Es una acrópolis sin esplendor, en el que destaca un frontispicio de una sola hilera de columnas a modo de partenón abortado.
En el extremo Este de la calle se encuentra el palacio de Holyrood, residencia de la reina de Isabel II cuando se arriesga a visitar esas tierras. Está muy bien conservado y rodeado de jardines de un verde secular, árboles de una humedad muy frondosa y una cafetería –Café at the Palace– con un té delicioso y una repostería tentadora. Entre ambos extremos florecen tiendas de souvenirs ofreciendo el típico traje de escocés con su kilt de cuadros, gaitas que garantizan un sonido que evoca la magia de las brumas que cubren las tierras altas y prendas del cashmere más untuoso y suave al tacto. Pero a mí lo que más me ha impresionado de esta visita a Escocia ha sido la pasión con la que mi guía me contó las luchas que se produjeron entre los distintos clanes para controlar y poseer el mayor dominio de las highlands. Me recogió en la puerta del hotel. Joven, alto, rubio, de hombros fornidos, brazos poderosos y trato amable. Iba vestido con su kilt y jersey a juego. Empezó con un tono de voz firme pero suave para adaptarse a las suaves ondulaciones de las colonas que nos conducían hacia el Oeste.
Conforme el paisaje se volvía más abrupto, el tipo acomodó el dramatismo de su relato a esa altura y la sangre empezó a manar por todos los valles que pasábamos, en todos los cruces de caminos que dejábamos atrás y en algunos de los castillos –muchos de ellos desvencijados y ruinosos– que presiden el espejo acuoso de los lagos más importantes de las highlands. Durante los últimos cinco días he logrado vivir sin haber leído, escuchado o visto ninguna noticia. Y he podido sobrevivir. Estos días, he escuchado el latir de Edimburgo junto al monumental recuerdo en piedra que Walter Scott tiene erigido entre la National Gallery y Princes Street.
He bebido cerveza en los pubs mejor fermentados del Grassmarket y he experimentado la iluminación que produce el agua de vida que se bebe por aquí: el mejor whisky de malta.
Estoy a nueve kilómetros de altura sobre el nivel del mar. Voy sentado junto a una ventanilla y, a través de este ojo cuadrado de un solo párpado he visto cómo templaban las alas cuando el aparato ascendía. Luego he oído el ruido del tren de aterrizaje al replegarse dentro del marsupio que el avión tiene para este propósito. Abajo, todo pierde su verticalidad y volumen y queda reducido a un único plano de casas con tejados cada vez más diminutos, campos de fútbol en los que sólo podrían jugar equipos cuyos jugadores fueran liliputienses, trazados de campos cuya rotulación compone un tablero de ajedrez muy hortelano en el que los alfiles serían tersas berenjenas; los peones, mudarían a jugosos calabacines las torres unas alcachofas de hojas carnosas y el rey sería un poderoso nabo de intimidatorio tamaño.
El mar es un cristal rugoso tan azul como el color del uniforme de las azafatas y durante todo el ascenso de este increíble ingenio de aluminio y plástico, he tratado de mantener el tipo con dignidad, ante mi vecina de asiento. Una señora que disimula su miedo bajo panorámicas gafas de sol. Ahora la panza del avión navega sobre una formación de nubes muy compactas y un sol muy puro hace brillar el fuselaje de este pájaro.
La Royal Mile es la calle principal del Edimburgo antiguo. En su extremo Oeste está el símbolo de la ciudad: un promontorio rocoso sobre el que se alza un castillo de un granito inexpugnable. Desde lo alto de sus almenas la vista de la ciudad es fastuosa.
La vista alcanza hasta Calton Hill, que es una colina donde se han experimentado los estilos más chocantes de arquitectura conmemorativa. Es una acrópolis sin esplendor, en el que destaca un frontispicio de una sola hilera de columnas a modo de partenón abortado.
En el extremo Este de la calle se encuentra el palacio de Holyrood, residencia de la reina de Isabel II cuando se arriesga a visitar esas tierras. Está muy bien conservado y rodeado de jardines de un verde secular, árboles de una humedad muy frondosa y una cafetería –Café at the Palace– con un té delicioso y una repostería tentadora. Entre ambos extremos florecen tiendas de souvenirs ofreciendo el típico traje de escocés con su kilt de cuadros, gaitas que garantizan un sonido que evoca la magia de las brumas que cubren las tierras altas y prendas del cashmere más untuoso y suave al tacto. Pero a mí lo que más me ha impresionado de esta visita a Escocia ha sido la pasión con la que mi guía me contó las luchas que se produjeron entre los distintos clanes para controlar y poseer el mayor dominio de las highlands. Me recogió en la puerta del hotel. Joven, alto, rubio, de hombros fornidos, brazos poderosos y trato amable. Iba vestido con su kilt y jersey a juego. Empezó con un tono de voz firme pero suave para adaptarse a las suaves ondulaciones de las colonas que nos conducían hacia el Oeste.
Conforme el paisaje se volvía más abrupto, el tipo acomodó el dramatismo de su relato a esa altura y la sangre empezó a manar por todos los valles que pasábamos, en todos los cruces de caminos que dejábamos atrás y en algunos de los castillos –muchos de ellos desvencijados y ruinosos– que presiden el espejo acuoso de los lagos más importantes de las highlands. Durante los últimos cinco días he logrado vivir sin haber leído, escuchado o visto ninguna noticia. Y he podido sobrevivir. Estos días, he escuchado el latir de Edimburgo junto al monumental recuerdo en piedra que Walter Scott tiene erigido entre la National Gallery y Princes Street.
He bebido cerveza en los pubs mejor fermentados del Grassmarket y he experimentado la iluminación que produce el agua de vida que se bebe por aquí: el mejor whisky de malta.
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