En la displicencia con la que normalmente solemos considerar todo aquello que no va con nosotros, solemos incluir ladinamente, de forma velada y, si podemos, aludiendo al inconsciente como excusa, aquél género de cosas que de alguna forma nos ´grillan´.
Tan acostumbrados estamos a considerarnos el ´ombligo´ del mundo, que la consideración de lo que vaya más allá de los límites de nuestra inteligencia (sería lo de menos), nuestra sensibilidad, o la capacidad de observación, consideración y análisis – tan menguada en estos tiempo modernos – lo desechamos por impropio.
En este margen de cosas, cuya línea solemos marcarla con bastante precisión no vaya a ser que nos pasemos de la raya, solemos incluir y clasificar no sólo a las cosas mismas, sino lo que es más grave, a las personas.
Muchas veces hemos de preguntarnos y seguramente no obtendremos una respuesta adecuada que nos satisfaga. Resolver la pregunta de ¿Quiénes somos?, probablemente nos situará en el lado oscuro de la luna. Aquél, donde la veladura de la realidad no alcanza a descifrar más que lo inmediato por aparente, pero no la sustancia real de su respuesta.
Hay cosas ciertas por innegables que nos convierten en género. Género humano. Podríamos citar multitud de señales que así lo corroboran. Pertenecen a ese affaire que cumplimos día a día, año tras año y de manera absolutamente necesaria e imprescindible, para el mantenimiento de lo que llamamos VIDA. La vida que como principio y fin tiene duración limitada y que, en muchas ocasiones, depende de vicisitudes o variables difíciles de prever o controlar.
Lejos de esa variabilidad de las ´cosas´ - refiriéndonos a lo imponderable -, nos seguimos empeñando, obstinados en aquella inmediatez, a clasificar a las personas según baremos que emergen de aquél epicentro alimenticio que un día nos unió a nuestra fuente de alimentación materna.
Así, los géneros y subgéneros nacen, crecen, se desarrollan y fecundan la tierra de todo menos de égalité, fraternité y liberté. Términos estos que, aunque sean los lemas de la República Francesa y también los de Haití, y que a pesar de sus idas y venidas han pasado a formar parte en su Título primero de la Constitución de 1958 del país galo, tendrían también que pasar a formar parte de una nota más que necesaria en el comportamiento y normalizada actitud de éste, nuestro género humano.
Pero hay corbatas y ´rastas´, jóvenes y niños, aforados y aforados ¿ladrones!? , madres y guarderías, serios y más serios aún, ricos y pobres. Vamos, toda una tipología multimedia de variopinta genealogía, entre la que disidentes, tránsfugas, reconvertidos, interesados y escrupulosamente adoctrinados, quieren llevarse el gato al agua en hemiciclos de variada y variopinta representación parlamentaria.
A veces no lo parece. Pero, desafortunadamente, cada vez estamos más convencidos de la incidencia social que tiene el ámbito representativo institucional y de los vórtices sociales que ello provoca. Un espejo que, en su reflejo, y aun teóricamente persiguiendo lo mismo, nos señala la dispersión y clasificación genérica de nuestra percepción de la realidad.
¡Vamos!, que todos queremos lo mismo. En dos palabras podríamos encerrar toda esta quimera vital y a las que nos sumaríamos gustosísimos si nos dejaran: Ser felices.
Pero, va a ser que no. Nuestra propia tozudez convierte en subgéneros todo lo que nos rodea y de cualquiera de las formas es diferente, distinto, extraño, o no pertenece a la convención a la que estamos adscritos per sé.
Así nacen las quimeras de la incomprensión. Quimeras, esencialmente enraizadas en una sucesión de clases y clasificación humana cuyos límites, en muchísimas ocasiones, impuestos por la injusticia, nos convierte en antagónicos, cuando realmente sería más propio considerarnos semejantes, tanto como para asumir aquella Regla de Oro a cuya formulación se adscriben todas las culturas, religiones o filosofías como principio fundamental moral, en cuya universalidad se dibujan los derechos humanos: trata de los demás como quieras que te traten a ti.
Si ya el griego Epicuro entendía como ética de la reciprocidad minimizar el daño de los pocos y de los muchos para así maximizar la felicidad de todos, no podemos decir que en la resolución de aquella quimera estemos al día a pesar de los siglos transcurridos.
Probablemente el sub-género, a ras de suelo, no provenga sino de la sub-normalidad de quienes lo proponen.
A cada uno le corresponde un sillón. Que sea correcto o no, quizá en su conciencia o inconsciente no lo tenga tan claro.