Nunca entendí la pasión que despierta este sorteo. Así como tampoco entiendo como todos los años me prometo no volver a jugar más. Sobre todo, porque esa promesa cae en saco roto un año sí y otro también.
Primero imaginas lo que se puede hacer con los 328.000 euros netos que te quedarían una vez donado el aguinaldo a los recaudadores, por no llamarles otra cosa. Con esa cantidad no me llegaría para jubilarme, pero sí que podría cumplir mi sueño, que no lo digo precisamente para que se cumpla. Pero, de momento, no es así y debo seguir haciendo cábalas con los 108.000 del segundo premio o con los 48.000 del tercero. No me dan para el sueño, pero sí para algún que otro capricho.
Dicho capricho también se esfuma cuando se corre el escalafón hasta llegar a los 20.000 euros del cuarto premio o los 6.000 del quinto. Bueno, menos da una piedra.
Oye, que si con un par de décimos premiados en la pedrea me llevo 240 eurillos, recupero lo gastado y aún me queda para una buena comida. Si no es así, pues toca rebuscar entre las terminaciones para recuperar al menos 20 o 40 euros. Nada, ya no pierdo más el tiempo y no vuelvo a comprar más lotería. Y que a nadie se le ocurra hablarme de la del Niño porque soy capaz de convertirme en Herodes, ¡Ni un décimo más, he dicho!
Hasta que llega el mes de diciembre y vuelves a pensar: “No pasa nada, algún año tendrá que cambiar la suerte”.
Este año, a una semana del sorteo, llevo tres décimos, aunque todos compartidos. Sinceramente, me hace ilusión repartir la alegría si alguna vez se decide a llegar un premio. No sé, rarito que es uno.
Ahora, mientras que llega el día de volver a escuchar las voces de los niños de San Ildefonso, tengo que prepararme para el otro debate de las Navidades, que no se trata de ninguna tontería. Debo decidir a quién le otorgo la confianza de entrar en mi casa para que reparta los regalos.
La primera opción es esperar a tres reyes, supuestamente magos, que vienen desde Oriente siguiendo las señales que va dejando una estrella. Vamos, que está la cosa como para fiarse de las monarquías.
Pero mi duda no se resuelve al contemplar la otra posibilidad que se me ofrece. Nada más y nada menos que dejar una ventana abierta para que se cuele un viejo de barba blanca con un pijama rojo que se transporta en un trineo que lo hacen volar unos renos.
Ya pensaré lo que hago. Me parece mucho más importante ir asumiendo que, como todos los años, el mejor premio posible ha sido poder compartir tantos buenos momentos con las personas que antes ocupaban las sillas que esta Nochebuena están vacías.