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Notas de un lector

La huella y la semilla

La reciente edición de “Jardín botánico” devuelve el lúcido son de Gallego Ripoll

Publicado: 13/12/2021 ·
12:30
· Actualizado: 13/12/2021 · 12:30
Autor

Jorge de Arco

Escritor, profesor universitario y crítico. Académico de la Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras

Notas de un lector

En el espacio 'Notas de un lector', Jorge de Arco hace reseñas sobre novedades poéticas y narrativas

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El pasado año vio la luz “Las travesías”, poemario con el que Federico Gallego Ripoll (1953) obtuvo el premio Juana Castro. Al hilo de su publicación, anoté que el volumen venía signado por la búsqueda de una realidad donde la palabra fuera bálsamo y redención; es decir, donde la humanidad de lo expresado se hiciera cómplice cobijo para el anhelo del vivir: “Arde el verso y no quema la mañana/ la luz en flor crecida en la frontera./ Arde el verso en la mano del que escribe,/ y nadie ve esa luz salvo los pájaros/ que en estampida se alzan de los árboles”, escribía entonces el vate manchego.

La reciente edición de “Jardín botánico”, (Cuadernos de la Errantía. Madrid, 2021) devuelve el lúcido son de Gallego Ripoll y ya, desde su “propósito” inicial, el poeta se afana en aprehender la verdad ulterior que concede la naturaleza, su bendita compañía. A su lado y de su lado, va creciendo una palabra sugestiva, solidaria, donde nada falta ni sobra y en donde, de nuevo, los pespuntes de lo terrenal se hacen sitio entre las paginas: “Yo quiero ser feliz/ como el árbol que tiene/ tierra justa para crecer,/ agua bastante,/ aires obre sus ramas/ y, en ellas, trinos;/ y quien busque a su sombra/ la levedad de un sueño./ Y tenerte también/ a ti, para contártelo”.

     Dividido en siete apartados, “Extramuros”, “El sendero”, “La umbría”, “El laberinto”, “Arboretum”, “El estanque” y “La claridad”, el volumen converge hacia una fusión de la citada naturaleza con el ser humano. Porque desde la certidumbre de su mirada, el yo lírico parece optimizar aquella máxima valéryanade que “todo lo que cuenta está oculto”. Claro que, la estricta contemplación de quien escruta con sus ojos lo que puede cubrir la belleza, deviene en una esencia proteica, sustantiva.

Sabe el escritor de Manzanares, que lo terrenal, su íntimo derredor ,no debe ser fagocitado por lo conceptual; de ahí, que su palabra se afane en convertir en comunión la huella y la semilla, el labio y la cosecha,la mano y el fruto: “Mirar es dar al mundo consistencia (…) No dejes de mirarme. Me sostengo/ en ese gesto tuyo de dar/ altura al mundo,/ y a mí ramas y nidos/ y respuestas”.

     En este jardín del alma hay, a su vez, un claro anhelo de refundar una ilusión que trascienda la misma semántica, que traspase el pensamiento y torne la intuición en evidencia. A sabiendas de que el hombre es tránsito, llama rútila si finita, Gallego Ripoll anhela conducir su verbo hasta la frontera última, hasta esa “víspera del gozo” que  concede el don de lo amatorio. Aquí y ahora, hay un verso que es raíz, corazonadora lumbre, misterio vegetal donde caben el aire, el fuego, el agua…,  y también las alas que nos hacen fieles aves de lo latente: “Nada se eleva si antes no se rompe la tierra (…) Por eso debes hoy/ curar la lengua mínima del pájaro,/ porque nada acontece si el jilguero no canta”

Un lúcido poemario, en suma, que ratifica el quehacer de un poeta mayor, que sabe cómo escuchar la soledad del universo, que sabe cómo compartirla, hacerla testigo de lo más humano, de lo más hermoso. Y que no sabe “…vivir sin cuatro cosas simples:/ sin luz, sin aire fresco/ sin lluvia en primavera y sin sol en verano”.


 

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