Aprobado
Hace un tiempo visité la casa-museo donde se hospedó Antonio Machado en Segovia durante doce años...
Hace un tiempo visité la casa-museo donde se hospedó Antonio Machado en Segovia durante doce años. Llegó a esta ciudad huyendo del doloroso recuerdo que le producía seguir viviendo en Soria tras morir Leonor, sólo tres años después de casarse con ella. Cualquier paseo que daba aunque fuese por la calle más ignota y apartada del centro; cualquier esquina de la ciudad, aunque sólo doblara por ella el viento y el frío del invierno castellano; cualquier plaza donde el sol alumbraba los domingos con una luz especialmente festiva; la soledad del camino pespunteados de chopos junto al Duero…Todo le recordaba a aquella adolescente que murió a los dieciocho años de tisis. La misma enfermedad que se llevó por delante al padre del poeta cuando todavía era un niño.
No recuerdo, y lo lamento, el nombre de la señorita que nos guió en la visita. Era menuda, con los ojos oscuros y muy vivos detrás de unos gruesos cristales de miope. El pelo negro descansaba unos centímetros sobre sus hombros y contrastaba con la palidez de su cara y el blanco nuclear de la camisa, en cuyo pecho izquierdo lucía el anagrama de la oficina de turismo y una pequeña tarjeta de cartulina prendida con un imperdible en la que aparecían las banderitas que correspondían a los idiomas en los que podía expresarse. La verticalidad de unos pantalones gris marengo y unos zapatos negros remataban la sobriedad de la indumentaria.
La visita empezó por las habitaciones que usaban la dueña de la casa y sus tres hijos. Luego accedimos a las habitaciones que estaban alquiladas: un comedor y sala de estar común, una habitación para inquilinos de paso, dos habitaciones donde vivían dos funcionarios y, al fondo de la vivienda, la habitación que perteneció al poeta sevillano: una cama de hierro con colchón de lana y paja, la escupidera debajo de ella al alcance de la mano y el orinal en el hueco bajo de la mesilla de noche; a los pies una mesa camilla con brasero, algunos libros sobre ella y una ventana con visillos que Machado abría en invierno para que saliera el frío. Hasta llegar aquí la guía aderezó el recorrido con toda clase de explicaciones, anécdotas y sucedidos entorno al poeta, con una pronunciación castellana de eses que herían mis oídos andaluces.
Durante el recorrido, cuando llegamos a una de las habitaciones previas a la del poeta, observé que alguien miraba con atención una fotografía de grupo en la que estaba Machado junto con otros profesores y alumnos. La guía avisada del interés del visitante intervino: “Esa foto está hecha delante del instituto donde impartía clases de francés don Antonio aquí en Segovia”. A lo que inmediatamente repuso el curioso: “¡Ah, en ese donde daba aprobado general a sus alumnos!”.
En mi paso por las aulas como alumno, he disfrutado de profesores que desarrollaban su labor docente con una dedicación generosa. Recuerdo, por ejemplo, a don Víctor López Fenoy invitándonos a ir al instituto los sábados para diseccionar ranas y ver y aprender directamente lo que habíamos estudiado en unos apuntes cuidadosamente elaborados. Otros poseían una vis cómica o actoral y animaban sus explicaciones con gestos, mímica y cambios de registro y tono de voz que invitaba a la risa e incluso a la carcajada, al tiempo que captaba nuestra atención y fijaba el conocimiento que quería transmitir. También los había que desde los primeros días se alejaban del programa de la asignatura y en junio, cualquiera que entrara en la clase, se sentara y escuchara unos segundos sería incapaz de adivinar qué asignatura impartía aquella criatura. Yo nunca he recibido un aprobado general que, además de injusto, fomenta la vagancia y el descuido y arruina el gusto por el conocimiento y la tensión intelectual.
Ahora, para nivelarnos con los países europeos, nuestros ciudadanos tienen que tener un nivel cultural y académico que deben conseguir con esfuerzo y dedicación. “Don Antonio Machado fue y es un grandísimo poeta, pero como docente fue un desastre”. Tronó la guía.
No recuerdo, y lo lamento, el nombre de la señorita que nos guió en la visita. Era menuda, con los ojos oscuros y muy vivos detrás de unos gruesos cristales de miope. El pelo negro descansaba unos centímetros sobre sus hombros y contrastaba con la palidez de su cara y el blanco nuclear de la camisa, en cuyo pecho izquierdo lucía el anagrama de la oficina de turismo y una pequeña tarjeta de cartulina prendida con un imperdible en la que aparecían las banderitas que correspondían a los idiomas en los que podía expresarse. La verticalidad de unos pantalones gris marengo y unos zapatos negros remataban la sobriedad de la indumentaria.
La visita empezó por las habitaciones que usaban la dueña de la casa y sus tres hijos. Luego accedimos a las habitaciones que estaban alquiladas: un comedor y sala de estar común, una habitación para inquilinos de paso, dos habitaciones donde vivían dos funcionarios y, al fondo de la vivienda, la habitación que perteneció al poeta sevillano: una cama de hierro con colchón de lana y paja, la escupidera debajo de ella al alcance de la mano y el orinal en el hueco bajo de la mesilla de noche; a los pies una mesa camilla con brasero, algunos libros sobre ella y una ventana con visillos que Machado abría en invierno para que saliera el frío. Hasta llegar aquí la guía aderezó el recorrido con toda clase de explicaciones, anécdotas y sucedidos entorno al poeta, con una pronunciación castellana de eses que herían mis oídos andaluces.
Durante el recorrido, cuando llegamos a una de las habitaciones previas a la del poeta, observé que alguien miraba con atención una fotografía de grupo en la que estaba Machado junto con otros profesores y alumnos. La guía avisada del interés del visitante intervino: “Esa foto está hecha delante del instituto donde impartía clases de francés don Antonio aquí en Segovia”. A lo que inmediatamente repuso el curioso: “¡Ah, en ese donde daba aprobado general a sus alumnos!”.
En mi paso por las aulas como alumno, he disfrutado de profesores que desarrollaban su labor docente con una dedicación generosa. Recuerdo, por ejemplo, a don Víctor López Fenoy invitándonos a ir al instituto los sábados para diseccionar ranas y ver y aprender directamente lo que habíamos estudiado en unos apuntes cuidadosamente elaborados. Otros poseían una vis cómica o actoral y animaban sus explicaciones con gestos, mímica y cambios de registro y tono de voz que invitaba a la risa e incluso a la carcajada, al tiempo que captaba nuestra atención y fijaba el conocimiento que quería transmitir. También los había que desde los primeros días se alejaban del programa de la asignatura y en junio, cualquiera que entrara en la clase, se sentara y escuchara unos segundos sería incapaz de adivinar qué asignatura impartía aquella criatura. Yo nunca he recibido un aprobado general que, además de injusto, fomenta la vagancia y el descuido y arruina el gusto por el conocimiento y la tensión intelectual.
Ahora, para nivelarnos con los países europeos, nuestros ciudadanos tienen que tener un nivel cultural y académico que deben conseguir con esfuerzo y dedicación. “Don Antonio Machado fue y es un grandísimo poeta, pero como docente fue un desastre”. Tronó la guía.
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